¿Por qué me niego a pasar tiempo conmigo mismo?

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View from above of a businessman walking across a lobby floor and a shadow on the floor.
View from above of a businessman walking across a lobby floor and a shadow on the floor.

Pr. Pepe Mendoza (Tomado de coalición por el evangelio)

Nadie tiene la menor duda de que vivimos la era de la Gran Distracción. Basta ver a todo el mundo «secuestrado» por sus propias pantallas, incapaces de mirar más allá de los pocos centímetros que los separan de sus dispositivos. El interminable scrolling hace que no puedan detenerse porque pareciera que las imágenes, los videos, las frases impactantes y las noticias de aquí y allá —todo sin mayor trascendencia— no tuvieran fin.

Alguien escribió hace unos días una carta a la dirección de un periódico. Sus palabras confirmaron un poco lo que ya todos sabemos:

Miro mi móvil: ayer 4 horas y 24 minutos de uso. No recuerdo haber hecho nada realmente importante con ese tiempo. Solo deslice el dedo, miré videos, leí publicaciones, salté de una cosa a otra sin darme cuenta. Antes, cuando no existían los móviles ni internet, esas horas se llenaban de vida. Se hablaba sin interrupciones, se leían libros con calma, se escribían cartas. Había tardes de paseo, de juegos, de aprendizaje. Las horas no se evaporaban; se usaban.

Quizás los más jóvenes no tienen ni idea de cómo se podía vivir sin un teléfono inteligente en el bolsillo. Hoy nos sentimos aburridos, desconcertados y hasta indefensos sin el celular al alcance de la mano. Algunos especialistas han denominado esa dependencia como el síndrome de la hipnosis autoinducida, es decir, vivir en una especie de letargo voluntario a todo lo que nos rodea, menos a la pantalla seductora. Demás está decir que los daños psicológicos, anímicos y hasta físicos ya saltan a la vista y se están denunciando con firmeza.

Huyendo de nosotros mismos

Sé que todo lo dicho hasta ahora no es ninguna novedad. Sin embargo, quisiera dar un paso adicional en esta reflexión. La persona de la carta anterior señala, como lo hace mucha gente, que la vida sería muy diferente si no fuera por esa hipnosis producida por la atracción irresistible del dispositivo móvil. Pareciera que dijera que todo tiempo pasado (sin el celular) fue mejor, pero ya Salomón nos advertía hace como tres milenios de la necedad de tal afirmación: «No digas: “¿Por qué fueron los días pasados mejores que estos?”. / Pues no es sabio que preguntes sobre esto» (Ec 7:10).

No estoy seguro de si yo dedicaría ese tiempo sin teléfono a conversar, leer, aprender un instrumento, dominar la carpintería, aprender a bucear o escalar montañas. La verdad es que no somos tan virtuosos y la historia nos demuestra que la mayoría de la gente que vivió antes de 1983 (año de la salida al mercado del primer celular) no usaba mucho mejor el tiempo que la generación actual. Lo que quiero decir es que siempre hemos encontrado la manera de huir de nosotros mismos, ya sea a través del celular o de cualquier otro medio.

David conocía la misericordia de Dios y por eso no dudaba en descubrirse delante de Dios y clamar con absoluta sinceridad

Muchos dicen que quieren huir del aburrimiento y la indiferencia del mundo, pero creo que la gran mayoría está tratando de huir de su propia sombra, incapaz de pasar tiempo consigo mismo. Chad Bird lo explica de esta manera: «Estar solo, para la gran mayoría de nosotros, es difícil y hasta doloroso. Pero necesitamos tiempo a solas, sin distracciones, en el silencio de nuestros pensamientos, porque sin ese espacio es posible que nunca nos conozcamos a nosotros mismos».

Sentarnos en nuestra propia compañía no es fácil. Preferiríamos pasar días, semanas, años o toda la vida sin tener que cruzar palabra con uno mismo. ¿Qué pasa cuando vivimos huyendo de nuestra propia sombra? Lo más probable es que olvidemos quiénes somos en realidad y vayamos desdibujando nuestro propio perfil, hasta el punto de desconocer nuestras propias fortalezas y debilidades. Me convierto finalmente en un extraño para mí mismo.

No podremos ayudar al doctor a diagnosticar la enfermedad que nos aqueja si nos resistimos a prestarle atención a nuestros propios cuerpos. Recuerdo con mucha tristeza el caso de una persona cercana que se negó por un largo tiempo a reconocer los síntomas evidentes de una enfermedad que estaba destruyendo su cuerpo. Simplemente decidió darse la espalda, distraerse para no verse a sí misma, hasta que fue demasiado tarde y ya no se podía hacer nada para salvarle la vida.

Huir de nuestra propia sombra no solo es peligroso, sino que es muy lamentable para una persona que quiere conocer más a Dios. Bird vuelve a decir:

¿A quién ama Cristo? A ti. Está bien, ¿quién exactamente eres tú? ¿Qué clase de persona eres? ¿Cuáles son tus anhelos?… ¿A qué le temes y por qué? ¿Qué quieres de la vida? ¿Qué es lo que realmente quieres de Dios?… Aquí está el punto: Si nunca te haces esas preguntas… y haces cualquier otra cosa para evitar sentarte tranquilamente en un lugar solo, vivirás tu vida bastante inconsciente de ti mismo.

La verdad es que no hay nada más engañoso e incomprensible que el corazón humano (Jr 17:9). Es muy probable que huyamos de nosotros mismos porque no queremos enfrentarnos de cerca a nuestra propia realidad interior. Sin embargo, el rey David pudo vencer ese temor. Llegó a ser consciente de su propia humanidad y por eso tuvo una enorme preocupación por no permitirse huir de su propia sombra.

De la mano de Dios

David pudo transitar por los laberintos de su alma porque entendió que ya no tenía que andar por esos pasadizos oscuros en solitario, sino que podía hacerlo acompañado de la mano del Señor. No había que huir más ni buscar más distracciones porque podía decir: «Le dije al SEÑOR: “¡Tú eres mi dueño! / Todo lo bueno que tengo proviene de ti”» (Sal 16:2 NTV).

La verdad que liberta no es un ungüento para la piel, sino una inyección a la vena; no es la sutura de una herida, sino un trasplante de corazón

Su razonamiento era que ya no había secretos que ocultarle a Dios. El Señor nos conoce tan profunda e íntimamente que ninguno de nuestros pensamientos o acciones les son ajenos: «Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; / Desde lejos comprendes mis pensamientos, / Tú escudriñas mi senda y mi descanso, / Y conoces bien todos mis caminos» (Sal 139:2-3). David también sabía que Dios no solo conocía por completo sus acciones, su ocio, sus palabras y pensamientos, sino que tampoco descuidaba sus emociones: «Señor, todo mi anhelo está delante de Ti, / Y mi suspiro no te es oculto» (Sal 38:9).

Es posible que pienses que todo lo dicho hasta ahora suena aún más escalofriante, porque ahora tenemos la certeza de que Dios sí sabe quiénes somos en realidad. Ya no puedo esconderme de Él como lo intentó Adán. Dios siempre me encontrará y me confrontará con Su pregunta: «¿Dónde estás?» (Gn 3:9). No nos equivoquemos. Esa respuesta era para Adán y no para que Dios ubicara a Su criatura. Entonces, es cierto que David descansaba en que el Señor lo conocía por completo, pero también en el hecho de que ese conocimiento no descubría su virtud, sino su enorme pecaminosidad que requería de perdón. Él conocía de primera mano la misericordia de Dios y por eso no dudaba en descubrirse delante de Dios y clamar con absoluta sinceridad:

Desde lo más profundo, oh SEÑOR, he clamado a Ti.
¡Señor, oye mi voz!
Estén atentos Tus oídos
A la voz de mis súplicas.
SEÑOR, si Tú tuvieras en cuenta mis iniquidades,
¿Quién, oh Señor, podría permanecer?
Pero en Ti hay perdón,
Para que seas temido (Sal 130:1-4).

David sabía bien que no era impecable, pero había descubierto el inimaginable perdón de Dios y, por lo tanto, había aprendido una gran lección cuando cometió uno de sus más terribles pecados: «Tú deseas la verdad en lo íntimo, / Y en lo secreto me harás conocer sabiduría» (Sal 51:5).

Así como no podemos huir de nuestra propia sombra, tampoco podremos huir de la realidad de nuestro corazón que Dios conoce a la perfección. La verdad que liberta no es un ungüento para la piel, sino una inyección a la vena; no es la sutura de una herida, sino un trasplante de corazón. David había experimentado el perdón y la salvación que solo viene de Dios. Por eso no temía quedarse consigo mismo, reconocer la verdad de su alma y decirle al Señor que lo acompañaba en lo más íntimo:

En Dios solamente espera en silencio mi alma;
De Él viene mi salvación.
Solo Él es mi roca y mi salvación,
Mi baluarte, nunca seré sacudido (Sal 62:1-2).

No huyas más

Si conoces realmente a nuestro Señor Jesucristo deberás saber algo de Él que no se comenta mucho. Juan nos dice que muchos decían creer en Él por los milagros que hacía. Sin embargo, podríamos decir que Jesús no era tan ingenuo como para creerle a todos. Pero no porque fuera desconfiado, sino porque «los conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio del hombre, porque Él conocía lo que había en el interior del hombre» (Jn 2:24b-25). Sí, reitero que Jesús conoce perfectamente lo que hay en tu interior.

Dios sabe perfectamente quién eres y no quiere que te pierdas en los recovecos de tu propia oscuridad

Quizás te escondes detrás de tu teléfono porque prefieres distraerte antes que mirarte en el espejo que refleje tu alma (Stg 1:23-25). Prefieres entumecer tus sentidos antes que enfrentarte a la realidad de tu propio corazón y gastar tu tiempo en mil pasatiempos con el fin de evitar el contacto contigo mismo. No huyas más porque Dios sabe perfectamente quién eres y no quiere que te pierdas en los recovecos de tu propia oscuridad. Mejor es aprender de David y, en vez de huir de ti mismo, enfrentarte a tu realidad de la mano del Señor y decirle con confianza en oración:

Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón;
Pruébame y conoce mis inquietudes.
Y ve si hay en mí camino malo,
Y guíame en el camino eterno (Sal 139:23-24).